domingo, 27 de febrero de 2011

Musée du Louvre - París




Es imposible, en París, ir avanzando por sus calles y no sentir que algo más que la propia voluntad mueve cada paso que uno da; se puede estar atiborrado de mapas, sugerencias, guías y obligaciones turísticas, pero, lo cierto es que, en determinado momento del día, uno tiene la encantadora sensación de que se ha dejado conducir por la nobleza de una antigua presencia que pareciera vivir en el aire parisino. Su hechizante cercanía se revela en magias breves pero sublimes: apenas nos dimos cuenta y ya los dorados y violetas de la noche se agravaron, los amores se enaltecieron y la sutileza de su movimiento suavizó la inmovilidad de cada escultura que desde puentes y jardines interroga con mudo rostro a sus distraídos visitantes.
Despreciar la satisfacción que puede deparar su compañia es tan inentendible como poseer una extensa biblioteca y tan solo animarse a rozar la portada de sus libros sin abrirlos jamás.

A los pocos días de abandonar París uno se despierta como de un sueño y presiente una  pérdida u olvido, adivina en el alma el vacío que continúa al fin de una fiesta, y entonces cae en la cuenta de que aquella alada presencia al tiempo que lo internó en la ciudad,  se quedó para siempre con algo que no le pertenecía y que decidió nunca más devolver.

Afortunadamente para mis grullas el hechizo continúa y , así, pasan sus días sobrevolando la Rue de Rivoli, las riberas del Sena, el Jardin des Tuileries y la magnanimidad del Louvre.